El presidente que yo quiero, convocaría de inmediato a una licitación pública, abierta a empresas venezolanas, para asignarle la responsabilidad de repartir las resultas petroleras entre todos los venezolanos, a la que, cumpliendo con ciertos requisitos técnicos, nos ofrezca cobrar el menor porcentaje por sus servicios.
Ese contrato incluiría cláusulas penales, como el tener que cancelar 1.000 veces al perjudicado cualquiera resultas que no ha sido debidamente repartida por culpa de la empresa; y el tener que cancelar 10.000 veces, al fondo de resultas, el valor de las resultas que por culpa de la empresa hayan sido entregadas indebidamente. El presidente y los miembros de la junta directiva de tal empresa, serían solidariamente responsables hasta por el 10 por ciento de las multas.
Una vez establecido el sistema de reparto de resultas, el presidente que yo quiero, incrementaría el precio de la gasolina a su valor internacional, y repartiría de inmediato todo lo recaudado a los ciudadanos, para que ellos puedan hacer lo que más les convenga con esos ingresos, sin tener que estar obligados a consumir gasolina para poder participar en el reparto.
El presidente que yo quiero, inicia de inmediato, mediante un amplio proceso de consultas, la formulación de una reforma constitucional que habrá de imponer estrictas limitaciones a los ingresos provenientes de las resultas petroleras que puedan ser usados por el Estado, y obligar a que cualquier desembolso de resultas que exceda esos niveles, deba ser repartido, en efectivo, directamente a la ciudadanía. La reforma propuesta debe ir a un referéndum.
El presidente que yo quiero, está profundamente convencido que el futuro de Venezuela está en manos de su pueblo y que su mayor responsabilidad, al ser elegido, así como la de todos sus funcionarios es, antes que la de ayudar, la de no molestar.
El presidente que yo quiero sabe que antes de lograr hacer de Venezuela el país más seguro del mundo, en materia de seguridad ciudadana y seguridad jurídica, no tiene derecho a inventar más nada.
El presidente que yo quiero sabe que está recibiendo un país dividido y que su responsabilidad es la de unirla caminando habilidosamente sobre esa peligrosa cuerda floja, colgada entre la importancia de evitar la impunidad y la importancia de evitar alimentar los odios.
El presidente que yo quiero no convoca a cadenas, limita sus actuaciones públicas y prohíbe las cuñas destinadas a promover la idea de que está haciendo un grandioso trabajo.
El presidente que yo quiero le dice chao pescado a todo lo cubano, y sus similares, y que hoy tienen invadido nuestro país.
El pueblo que yo quiero sabe que sentarse en un debate entre candidatos a caciques, esperando oír para luego creer en sus respectivos ofrecimientos de lo que van a inventar hacer con sus resultas petroleras... es la mejor manera de garantizarse un futuro, bastante peor que mediocre.
Finalmente, a los candidatos amigos, permítame citar a H.L. Mencken de su libro "La crestomatía de Mencken", de 1929: "Lo más triste de la vida es la de un aspirante político en democracia. Su fracaso es ignominioso y su éxito es una vergüenza".
Candidatos, adelante... buena suerte... pero sepan que, por lo menos éste articulista, hará lo que pueda para vigilarlos... ya que eso de rodillas en tierra y arrodillados se presta a demasiada confusiones, y ya hemos aprendido demasiado para andarnos con tonterías y alabanzas cursis.